Carón - Ciclo 9496 (Parte X)

 


La cantina no estaba habituada a absorber a la mayor parte de los sedientos miembros de la Carón simultáneamente. Este tipo de eventos llevaban al límite algunos de los procesos habituales en la nave.
Los pobres trabajadores detrás de la barra se movían nerviosos, al límite de sus capacidades mentales, intentando contentar a todos los exigentes miembros del sector agrícola que se habían ganado, según ellos, probar el vino de excedentes.

Aunque podían hablar y mezclarse con quien quisieran en situaciones como esta, lo habitual era que todos se dividieran inconscientemente en los grupos de su sector.
Eliot y Bill estaban sentados en un mullido sofá de cuatro plazas en una esquina de la sala, mientras el resto de sus compañeros se entregaban a cantar absurdos himnos que aprendían desde el primer día. Canciones de aire festivo que ocultaban siempre un mensaje aleccionador.
La sala tenía luces tenues de colores fríos que formaban el patrón de los reflejos de la superficie del agua en el fondo del recipiente que la contiene. Normalmente se oían sonidos naturales evocadores como el canto de las ballenas, pero hoy solo se podía oír el gentío gritando y hablando a viva voz. Poco acostumbrados a no poder oírse, les costaba regular el tono.

Yara, por otro lado, intentaba animar a algún despistado para que se uniera a ella y a su grupo de intensos poetas bucólicos espaciales. Eliot podía verla por el rabillo del ojo, nerviosa, de un lado a otro, con Gulliver y Lena siguiéndola como patitos asustados tras su madre.
Tanto Bill como Eliot intentaban no llamar su atención. Querían saborear ese rato de descanso y socialización aceptable que tan pocas veces se da en sus solitarias vidas sin necesidad de esconderse.
Bill observaba cómo Eliot daba un trago largo de su taza metálica con vino de color paja, transparente y con olor a tierra.
—¿Qué tal?
—No sé a qué se supone que tiene que saber... Pero mi conclusión sería: no me convence. Es fuerte y áspero en la garganta. —Bill sonríe detrás de su taza. Eliot puede ver cómo sus compañeros, totalmente desinhibidos, bailan y cantan a gritos, mientras Yara intenta llamar su atención lanzando nerviosamente sus versos:
—¡Sigo lindes, senderos y yesca!
Lena y Gulliver, embobados, la miran con los ojos muy abiertos. Yara gesticula dramáticamente, entregada, aunque parece decepcionada por el escaso interés del resto del grupo. Pausa dramática:
—Soplo el polvo y levanto la tierra.
Gulliver y Lena dan un brinco y se lanzan a bailar alrededor de Yara sin ton ni son, molestando a todos los que les rodean y tirando al suelo algunas copas.
Eliot los mira con gesto confundido y la boca abierta, sin poder entender qué pretende conseguir bailando y gritando alrededor de sus compañeros claramente borrachos. Bill sonríe ante la escena y, llenando su taza —en la que puede ver reflejada la cara de estupefacción de Eliot—, le responde:
—En algunos textos que he leído consideran que era la bebida de reyes y dioses, pero creo que lo hacían con uvas. Aquí no tenemos de eso. No de momento.
—Ya. Oye, el discurso de hoy. ¿A qué ha venido eso?
Bill observa el fondo de su vaso de sidra como si la respuesta a la pregunta se encontrara ahí mismo, escondida.
—Tu madre ve traidores por todas partes. Algunos de sus esbirros solo saben mantener su posición inventándose problemas a resolver para los que son tan poco útiles como resolviendo los reales.
Ese comentario divierte a Eliot, pero entiende que es preocupante. Es preocupante que los que se supone que lideran la nave empiecen a entrar en una espiral paranoica en la que buscan responsables ajenos a su mal gobierno y están dispuestos a todo por justificarse.
—¿Crees que puede darnos problemas? Que nos escapemos algunas veces para vernos y eso. ¿Y el club de poetas intensos de Yara? Son inofensivos, pero podría verse como una excusa para generar un contrapoder en el sector. Las reuniones que montáis con la excusa de la seguridad no cuelan, Bill. No son tontos. Algo se huelen.
—Puede. Han purgado a algunos miembros de otros sectores. Y esta vez no lo han escondido. A nosotros no nos coge cerca, por suerte. Nuestro sector no está en la lista negra aún... Pero...
Bill se queda en silencio, mirándolo.
—¿Por eso has sido tan pesado con superar el objetivo de producción? ¿Nos proteges haciendo que parezcamos niños buenos que se toman muy en serio sus tareas?
—Lo importante de ser bueno en estos casos no es tanto serlo como parecerlo. A los que han matado... no habían hecho nada malo necesariamente.
Esa palabra inquieta a Eliot. No se habla de eso en la nave. Se recicla, se descansa, se termina el turno, se deja espacio o hueco, uno se retira, se marcha, traspasa, abandona la Carón... Pero morir... no es lo habitual. No se dice esa palabra. Produce mucha incomodidad. Quizás porque tampoco se puede llamar vivir a lo que hacen. Bill se da cuenta de cómo se revuelve en el asiento mientras bebe de su vaso solo para no pensar en la palabra que ha dicho.
—¿Te molesta que use esa palabra?
—Sí. A todos nos molesta. No te hagas el valiente. Sabes que todos estamos ansiosos de poder pisar tierra firme en algún momento de nuestra existencia. Aquí eso se ve como una derrota. Quizás en la Tierra no les dé miedo. Con tantos mártires, valientes soldados y héroes. Pero aquí...
—En la Tierra pasa lo mismo que aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la gente en la Tierra o en Marte siente lo mismo que tú. Se acostumbran a lo que tienen, le quitan el valor sin darse cuenta, viven su vida como autómatas (el que tiene esa suerte) y, cuando llegan al final, se arrepienten de tantas cosas.
—¿De qué puede arrepentirse alguien que vive en un lugar tan increíble? Alguien que puede pisar suelo de verdad, mirar al cielo, respirar aire auténtico...
—La mayoría viven como nosotros. Encerrados. Focalizados en sus tareas impuestas. Y unos pocos, al igual que aquí, viven a sus expensas.
—¿Y eso lo sabes por...?
—Dejemos ahí por qué lo sé.
—Ya...
—Aunque, de todas formas, ni tú, ni yo, ni ninguna persona tiene miedo a la muerte propiamente dicha.
—Claro que tenemos miedo. No me vengas con bravuconadas.
—No se tiene miedo a la muerte. Se tiene miedo al dolor y a dejar de vivir. A dejar cosas por hacer, perderse experiencias y no volver a ver a los seres queridos. Pero no a morir per se. No es lo mismo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que todos hemos estado muertos ya. Hemos estado muertos más tiempo que vivos. Ahora todo te resulta de lo más familiar. Pero, si haces memoria, hubo un tiempo en que para ti estaba claro que acababas de llegar a este mundo y el resto llevaba tiempo por aquí deambulando antes que tú. Venías de la nada y, de golpe y porrazo, te plantabas en un mundo hipercomplejo y siempre en movimiento; tenías que aprender rápido y moverte al mismo ritmo que el resto. Por suerte, los otros miembros de la tripulación te guiaban en ese proceso. Cuando sabes algo y te es natural ya saberlo, te resulta muy difícil entender a quien no lo sabe y por qué le cuesta tanto aprenderlo. Llevabas muerto miles de millones de años... y, de pronto, ¡PLOP!, estabas vivo. Lo que viene después será similar. Exhalarás tu último aliento y tu consciencia se apagará a toda velocidad, diluyéndote en la nada. Volverás a ese caldo sordo y vacío del que ya viniste. Para nunca volver a despertar.
Eliot se queda pensativo. Las palabras de Bill dan vueltas por su cabeza y se responde mientras se queda embobado mirando las caprichosas formas que reflejan las luces en las paredes de metal.
—Pero... no es lo mismo.
—¿Mmm? —Bill apura su vaso, impaciente y molesto porque le lleven la contraria.— Desarrolla —le responde, haciendo un gesto con la mano para que se dé prisa.
—Quiero decir que no es lo mismo. Porque antes no había vivido y ahora vuelvo a la nada habiendo vivido. No puede ser lo mismo.
Bill resopla. La respuesta de Eliot le provoca disgusto. No tolera los misticismos.
—Creo que lo que tú consideras valioso en tu experiencia, vivencias, conocimientos y recuerdos no lo es en absoluto al vasto Todo que nos rodea y nos engulle uno a uno diligentemente.
—No... yo creo que ahí hay algo...
—Ufff... Por favor, ¡no me vengas con energías ni dioses mayores o menores, no podría soportarlo! —Bill da un golpe a su pierna para enfatizar.— Además, que estas cosas están prohibidas por una buena...
—No, no. No quiero decir eso. Quiero decir que, si se puede vencer a la muerte, primero se tiene que estar vivo, ¿no?
Bill lo mira extrañado.
—¿Cómo...? —El giro de Eliot le provoca un escalofrío y un subidón de interés. Se acerca a él y baja la voz cautelosamente.— ¿Has vuelto a tener ese sueño?
—Ya te he dicho mil veces que no creo que sea un sueño. Los sueños no son así. No puedes aprender algo fuera de tu cabeza en un sueño.
Yara, que no consigue reclutar nuevos miembros del club de los poetas bucólicos espaciales, se da cuenta de la existencia de Bill y Eliot, que se habían ocultado demasiado tiempo tras el mobiliario y el gentío, y de un salto se acerca a toda velocidad con sus dos trovadores improvisados a cada lado, haciendo gestos y florituras con el cuerpo —uno y el otro tocando un laúd imaginario y sonriendo como un idiota—, acompañándola en su numerito y cortando la conversación en seco con su poderosa voz:
—¡Soy el rey de ciervos y piedras! ¡Mi riqueza es inmensa y etérea!

Bill aplaude sonoramente y anima a los trovadores bailongos que rodean a Yara, pero Eliot no puede esconder la profunda vergüenza ajena que le producen, haciéndole perder el hilo completamente. Aunque la visión de Gulliver a punto de desfallecer bailando alrededor de Yara le parece hilarante y tiene que ahogar una risa maliciosa.

—Bravo, Yara. Parece que a Guli le va a explotar la cabeza y Lena no puede ni respirar. ¿Hace falta que, además de poesía, bailéis por toda la cantina? ¿Qué es lo siguiente? ¿Tirar confeti? ¿Espectáculo de luces?

A Yara se le iluminan los ojos y Lena se lleva las manos a la cara, llena de emoción.

—¡Por supuesto! ¿Cómo no se nos había ocurrido?